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Los sueños imperiales de Putin
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Por Vytautas Landsbergis
Para LA NACION
ESTRASBURGO
Dividir a un pueblo para conquistarlo es una estrategia inmoral que ha
persistido a lo largo de la historia. Desde Alejandro Magno hasta Stalin
el Cruel, sus variantes han servido para someter las naciones a la
voluntad de un emperador.
Hoy asistimos a una nueva aplicación de esta estrategia. A la chita
callando, el presidente Vladimir Putin intenta restaurar la supremacía
del Kremlin sobre los territorios "perdidos" en 1991, cuando la Unión
Soviética hizo implosión. Pero en las elecciones de Ucrania se le fue la
mano y reveló abiertamente al mundo sus propósitos neoimperialistas.
Tras las protestas multitudinarias en Kiev, el presidente ruso ha dicho
que podrá colaborar con el gobierno que elija el pueblo ucraniano, sea
cual fuere. Son sólo palabras. En el pensamiento y en los hechos, Putin
no quiere para Ucrania un gobernante que no haya sido puesto por él.
Ningún precio le parece demasiado alto con tal de lograr ese objetivo.
Por eso ha recurrido a la amenaza tradicional: dividir Ucrania.
Lo digo por experiencia, ya que nosotros fuimos objeto de los designios
imperialistas rusos. Cuando Lituania y, luego, Estonia y Letonia
aprovecharon la oportunidad de liberarse, en 1990-1991 (Stalin había
ocupado los Estados Bálticos a comienzos de la Segunda Guerra Mundial)
el Kremlin no permaneció ocioso. Sabía que el resto de las colonias
rusas -las llamadas "repúblicas soviéticas"- querrían seguir a los
ingratos Estados bálticos hacia la libertad.
Si bien los gobernantes rusos de entonces sólo eran comunistas de
nombre, no vacilaron en echar mano de las viejas recetas leninistas.
Empezaron a instigar y fomentar divisiones y disputas. Atizaron
supuestos resentimientos entre diversas comunidades nacionales o étnicas
basándose en la idea de Lenin de que hasta pequeños grupos de aldeas
podían exigir la autonomía territorial.
Reparen en la palabra "territorial". Nunca se habló de las exigencias
normales de autonomía cultural como un medio de conservar la identidad
y, supuestamente, protegerse. Al parecer, la única autonomía aceptable
era la territorial.
Así, las minorías se convirtieron en mayorías a las que sería fácil
manipular. Crea suficientes divisiones y alimenta suficientes
resentimientos en una nación, la reducirás a una mera sociedad arruinada
dentro de un territorio nacional. Arma a algunas de estas estructuras
minoritarias fabricadas, para que puedan exigir la autonomía a punta de
pistola, y provocarás el tipo de caos que el Kremlin puede usar para
reafirmar su control.
Por suerte, los lituanos, estonios y letones comprendieron el juego.
Rusia también fracasó en Crimea, en 1991, cuando intentó aplicar allí su
vieja estrategia. Pero estos reveses no indujeron al Kremlin a
abandonarla. Por el contrario, Rusia persistió en sus ambiciones
imperiales y esa constancia ha dado frutos.
Rusia ha creado una serie de pequeños estados artificiales alrededor del
Mar Negro. Georgia y Moldavia han sido divididas mediante la aparición
de republiquetas criminales, sustentadas y amparadas militarmente por el
Kremlin. En la misma semana en que se inmiscuyó en las elecciones
presidenciales de Ucrania, Putin amenazó con bloquear a una de esas
republiquetas (la región de Abjasia, en Georgia) por haber tenido la
osadía de votar a un presidente que no era del agrado del Kremlin.
Moldavia ha quedado particularmente indefensa frente a los designios
imperiales de Rusia. Esta mantiene en el Transdniéster un contingente
formidable que lo gobierna con la colaboración de las bandas locales. La
contigüidad a este territorio sin ley ha contribuido a que Moldavia sea
el país más pobre de Europa.
Al este, el Kremlin instigó una guerra étnica tan sangrienta entre
Armenia y Azerbaiján, que la única salida que les quedó fue pedir la
intervención de Rusia, igual que en el Transdniéster, para establecer
una especie de Pax Ruthena.
Ahora, el pueblo ucraniano podría afrontar una prueba similar. Los
partidarios de Viktor Yanukovich amenazaron con buscar la autonomía si
Viktor Yushchenko, legítimo ganador en las elecciones, asumía la
presidencia. ¿Quién puede dudar de que detrás de todo eso está la mano
de Rusia? El alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, una fiel criatura de Putin,
asistió al mitin en que se pidió la autonomía. ¿Se habría atrevido a
hacerlo sin la aprobación del monarca elegido por el Kremlin? Putin
reclama abiertamente esta parte de Ucrania como una "cuestión interna"
rusa.
Los ucranianos de habla rusa han visto la desesperación económica y, a
veces, los derramamientos de sangre causados por los movimientos
autonomistas que fabrica el Kremlin. Es de esperar que se percaten de
que Putin los está convirtiendo en peones suyos.
Yushchenko y su Revolución Naranja encaran la misma prueba que
afrontamos los demócratas lituanos en 1990-1991: demostrar que
democracia no es sinónimo de dominio, represión o eliminación de una
minoría, sea cual fuere, por la mayoría. Lituania la superó. Confío en
que Yushchenko y su equipo también lo harán.
Pero ocurre que Europa y el resto del mundo también están siendo puestos
a prueba. Rusia ha entrado en una transición de la Federación Rusa de
Boris Yeltsin al régimen unitario y autoritario de Putin y sus antiguos
camaradas de la KGB. Europa, Estados Unidos y el mundo en general deben
ver la "democracia dirigida" de Putin tal como verdaderamente es. Y
deben oponerse, todos juntos, a sus sueños neoimperialistas.
El primer paso es hacer que Rusia cumpla su promesa de retirar sus
tropas de Moldavia y Georgia. (La formuló, con carácter obligatorio,
ante el Consejo Europeo y la Organización para la Seguridad y la
Cooperación en Europa.) Además, es preciso rechazar cualquier plan de
"defender" militarmente a Yanukovich y la parte oriental de Ucrania.
El autor fue el primer presidente de Lituania, tras su independencia de
La Unión Soviética; actualmente es diputado del Parlamento Europeo.
© Project Syndicate y LA NACION
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
Si desea acceder a más información, contenidos relacionados, material
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http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=664702
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Dividir a un pueblo para conquistarlo es una estrategia inmoral que ha
persistido a lo largo de la historia. Desde Alejandro Magno hasta Stalin
el Cruel, sus variantes han servido para someter las naciones a la
voluntad de un emperador.
Hoy asistimos a una nueva aplicación de esta estrategia. A la chita
callando, el presidente Vladimir Putin intenta restaurar la supremacía
del Kremlin sobre los territorios "perdidos" en 1991, cuando la Unión
Soviética hizo implosión. Pero en las elecciones de Ucrania se le fue la
mano y reveló abiertamente al mundo sus propósitos neoimperialistas.
Tras las protestas multitudinarias en Kiev, el presidente ruso ha dicho
que podrá colaborar con el gobierno que elija el pueblo ucraniano, sea
cual fuere. Son sólo palabras. En el pensamiento y en los hechos, Putin
no quiere para Ucrania un gobernante que no haya sido puesto por él.
Ningún precio le parece demasiado alto con tal de lograr ese objetivo.
Por eso ha recurrido a la amenaza tradicional: dividir Ucrania.
Lo digo por experiencia, ya que nosotros fuimos objeto de los designios
imperialistas rusos. Cuando Lituania y, luego, Estonia y Letonia
aprovecharon la oportunidad de liberarse, en 1990-1991 (Stalin había
ocupado los Estados Bálticos a comienzos de la Segunda Guerra Mundial)
el Kremlin no permaneció ocioso. Sabía que el resto de las colonias
rusas -las llamadas "repúblicas soviéticas"- querrían seguir a los
ingratos Estados bálticos hacia la libertad.
Si bien los gobernantes rusos de entonces sólo eran comunistas de
nombre, no vacilaron en echar mano de las viejas recetas leninistas.
Empezaron a instigar y fomentar divisiones y disputas. Atizaron
supuestos resentimientos entre diversas comunidades nacionales o étnicas
basándose en la idea de Lenin de que hasta pequeños grupos de aldeas
podían exigir la autonomía territorial.
Reparen en la palabra "territorial". Nunca se habló de las exigencias
normales de autonomía cultural como un medio de conservar la identidad
y, supuestamente, protegerse. Al parecer, la única autonomía aceptable
era la territorial.
Así, las minorías se convirtieron en mayorías a las que sería fácil
manipular. Crea suficientes divisiones y alimenta suficientes
resentimientos en una nación, la reducirás a una mera sociedad arruinada
dentro de un territorio nacional. Arma a algunas de estas estructuras
minoritarias fabricadas, para que puedan exigir la autonomía a punta de
pistola, y provocarás el tipo de caos que el Kremlin puede usar para
reafirmar su control.
Por suerte, los lituanos, estonios y letones comprendieron el juego.
Rusia también fracasó en Crimea, en 1991, cuando intentó aplicar allí su
vieja estrategia. Pero estos reveses no indujeron al Kremlin a
abandonarla. Por el contrario, Rusia persistió en sus ambiciones
imperiales y esa constancia ha dado frutos.
Rusia ha creado una serie de pequeños estados artificiales alrededor del
Mar Negro. Georgia y Moldavia han sido divididas mediante la aparición
de republiquetas criminales, sustentadas y amparadas militarmente por el
Kremlin. En la misma semana en que se inmiscuyó en las elecciones
presidenciales de Ucrania, Putin amenazó con bloquear a una de esas
republiquetas (la región de Abjasia, en Georgia) por haber tenido la
osadía de votar a un presidente que no era del agrado del Kremlin.
Moldavia ha quedado particularmente indefensa frente a los designios
imperiales de Rusia. Esta mantiene en el Transdniéster un contingente
formidable que lo gobierna con la colaboración de las bandas locales. La
contigüidad a este territorio sin ley ha contribuido a que Moldavia sea
el país más pobre de Europa.
Al este, el Kremlin instigó una guerra étnica tan sangrienta entre
Armenia y Azerbaiján, que la única salida que les quedó fue pedir la
intervención de Rusia, igual que en el Transdniéster, para establecer
una especie de Pax Ruthena.
Ahora, el pueblo ucraniano podría afrontar una prueba similar. Los
partidarios de Viktor Yanukovich amenazaron con buscar la autonomía si
Viktor Yushchenko, legítimo ganador en las elecciones, asumía la
presidencia. ¿Quién puede dudar de que detrás de todo eso está la mano
de Rusia? El alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, una fiel criatura de Putin,
asistió al mitin en que se pidió la autonomía. ¿Se habría atrevido a
hacerlo sin la aprobación del monarca elegido por el Kremlin? Putin
reclama abiertamente esta parte de Ucrania como una "cuestión interna"
rusa.
Los ucranianos de habla rusa han visto la desesperación económica y, a
veces, los derramamientos de sangre causados por los movimientos
autonomistas que fabrica el Kremlin. Es de esperar que se percaten de
que Putin los está convirtiendo en peones suyos.
Yushchenko y su Revolución Naranja encaran la misma prueba que
afrontamos los demócratas lituanos en 1990-1991: demostrar que
democracia no es sinónimo de dominio, represión o eliminación de una
minoría, sea cual fuere, por la mayoría. Lituania la superó. Confío en
que Yushchenko y su equipo también lo harán.
Pero ocurre que Europa y el resto del mundo también están siendo puestos
a prueba. Rusia ha entrado en una transición de la Federación Rusa de
Boris Yeltsin al régimen unitario y autoritario de Putin y sus antiguos
camaradas de la KGB. Europa, Estados Unidos y el mundo en general deben
ver la "democracia dirigida" de Putin tal como verdaderamente es. Y
deben oponerse, todos juntos, a sus sueños neoimperialistas.
El primer paso es hacer que Rusia cumpla su promesa de retirar sus
tropas de Moldavia y Georgia. (La formuló, con carácter obligatorio,
ante el Consejo Europeo y la Organización para la Seguridad y la
Cooperación en Europa.) Además, es preciso rechazar cualquier plan de
"defender" militarmente a Yanukovich y la parte oriental de Ucrania.
El autor fue el primer presidente de Lituania, tras su independencia de
La Unión Soviética; actualmente es diputado del Parlamento Europeo.
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