El Periódico de Catalunya
3 junio 2013
103 años para contarlo
Domingo, 2 de junio del 2013
XAVIER MORET
Se llama Movses Haneshanyan, tiene 103 años y es el último
superviviente del genocidio armenio. Nació en 1910 en Musa Ler, en la
actual Turquía, y recuerda que cuando tenía 5 años los soldados turcos
reunieron a los armenios del pueblo para obligarles a cavar un canal.
«Iban a caballo y armados, y al que se resistía lo golpeaban sin
piedad», dice con voz clara. «Muchos murieron y otros se refugiaron en
la montaña o por huir por el desierto hacia Siria. La muerte les
esperaba en el camino». El 24 de abril los armenios conmemoran el
horror del genocidio. Ese día de 1915 las autoridades otomanas
arrestaron en Estambul a 235 intelectuales armenios, los líderes de la
comunidad, el prólogo de un horror al que siguió la deportación de dos
millones de armenios que vivían en territorio turco. Les dieron una
semana para que se marcharan por el desierto, sin que pudieran
llevarse nada. Muchos murieron de hambre y de sed, o a manos de los
gendarmes que debían protegerles o de los bandidos que les asaltaban.
La memoria del genocidio, que entre 1915 y 1922 se cobró la vida de
millón y medio de personas, se resume en el recuerdo de Movses
Haneshanyan, el último superviviente, y en otras historias que han ido
pasando de padres a hijos para que no se repita aquel horror.
Movses Haneshanyan. Está sentado en la casa donde vive en Voskehat, en
Armenia, junto a una viña que él mismo ha cuidado durante toda su
vida. Tiene 103 años, pero no los aparenta; se mueve con relativa
agilidad y conserva la cabeza clara. A su lado, su esposa, Iskuhi, de
98 años, asiente mientras él habla. Es del mismo pueblo que Movses.
Las deportaciones forzadas y las matanzas emborronan su recuerdo.
Los armenios que vivían en los seis pueblos cercanos a Musa Ler (Musa
Dagh en turco) recibieron en julio de 1915 una orden de expulsión;
unos 5.000 hombres, mujeres y niños se refugiaron en la montaña, donde
resistieron el asedio turco durante 53 días. Desesperados, colgaron
una gran pancarta en inglés que decía: «Christians in distress.
Rescue» (Cristianos en peligro. Rescate). Al final, un barco francés
acudió a rescatarlos y los trasladó a Egipto. Empezó entonces para
ellos, y para otros muchos armenios, la diáspora, el largo peregrinaje
por el exilio.
«Nosotros no conseguimos subir a la montaña y nos quedamos bloqueados
en el pueblo», recuerda Movses.
«A un grupo lo deportaron al desierto, y a los que no podían andar los
mataban a tiros. Los turcos mataron incluso a mujeres embarazadas».
Mientras caminaban por el desierto, un mercader árabe llamado Aziz,
que conocía al padre de Movses, compró su libertad y se los llevó a él
y a su hijo a trabajar a sus campos. Esto les salvó la vida. «Nos
instalamos después en Ayntchar, Siria, hasta 1947, año en que nos
fuimos a la Armenia soviética. Cuando vinimos, nos dieron trabajo y
esta casa en la que sigo viviendo». Movses todavía se estremece cuando
recuerda el genocidio que le marcó de por vida. «Yo vi el dolor y la
crueldad cara a cara», dice. «Vi como mataban a muchos armenios y los
echaban al río. Fue horroroso». Cada 24 de abril, en el aniversario
del genocidio, miles de armenios desfilan por el monumento
conmemorativo de la capital de Armenia. Depositan flores, vierten
lágrimas y recuerdan a los fallecidos. Algunos vienen de países
lejanos, donde fueron a parar sus abuelos en la diáspora. Una mujer se
paseaba este año con el retrato del periodista armenio-turco Hrant
Dink, asesinado en Estambul en el 2007 por escribir sobre el
genocidio. «La memoria es lo que nos queda», murmura un anciano con un
ramo de flores en la mano.
Hayk Demoyan. «Han pasado 98 años, pero el dolor se ha traspasado de
generación en generación», señala Hayk Demoyan, director del Museo del
Genocidio de Ereván. «Piense que el 70% de los ciudadanos de Armenia
son descendientes de víctimas del genocidio. Y nos indigna que Turquía
continúe negando el genocidio».«Cuando se cumpla el centenario
-prosigue con la mirada puesta en 2015-, tenemos que mirar atrás, pero
también adelante. Puede ser un nuevo escenario para ver qué hemos
hecho hasta ahora y hacia dónde vamos. El centenario no es el fin de
algo, si no más bien el principio».«Un franciscano español, Manuel
Trigo, fue testigo de masacres hace ya muchos años -prosigue-, pero es
una pena que España, y muchos otros países, sigan sin reconocer el
genocidio. Francia sí lo ha hecho. Allí hay muchos armenios y los
políticos han sido muy activos. Pero pienso que el genocidio debería
indignar por igual a todo el mundo». «Aunque han pasado muchos años,
el shock es transgeneracional -añade-, pasa de padres a hijos y todos
los armenios asumimos la memoria del genocidio. Lo tenemos que
superar, pero es muy difícil. Esperamos una petición de perdón de
Turquía que no llega. Ayudaría, sin duda. Sería un buen paso hacia la
reconciliación. Pero no llega».
Armen Vardanyan. Tiene 68 años y vive en Nueva Malatia, un barrio de
Ereván conocido popularmente como Bangladés por lo lejos que queda del
centro. Bloques de pisos del periodo soviético, repetitivos y
degradados, del formato cajas de cerillas amontonadas, calles sin
asfaltar, suciedad acumulada y rincones donde reina el abandono. El
taxista al que abordamos en el centro no conoce el barrio como Nueva
Malatia, pero cuando decimos Bangladés enseguida cae en la cuenta.
Armen Vardanyan es hijo de Mari Vardanyan, una mujer nacida en 1905
que perdió a su padre en el genocidio. Nos dice que ella murió en el
2010, con 105 años, pero que nunca olvidó el horror que vivió de niña.
«Mi madre no quería contar nada, no quería recordar ¿dice con el
retrato de su madre presidiendo la habitación¿. Cada vez que lo hacía
lloraba. Recordaba muy bien a los muertos del genocidio. Mi abuelo
pudo sacar a mi padre hacia Alepo con la ayuda de los caravaneros.
Después de unos años, la abuela, que era del mismo pueblo, también
consiguió sacar a mi madre hacia Aleppo. Allí se conocieron y se
casaron. En 1946, cuando yo tenia un mes, mis padres llegaron a
Armenia».
«Desde 1985 vivo en este barrio, fundado para acoger a los armenios
que huían de las matanzas ¿sigue¿. Es curioso: mis padres fueron a lo
largo de su vida de Malatia a Aleppo, y de Aleppo a Nueva Malatia. Mi
madre solía decir que la Malatia donde nació era un lugar de ensueño
donde vivían 20.000 armenios. El genocidio se cobró la vida de 7.500.
El resto fueron deportados. Fue terrible».
«Mi madre quedó marcada por el genocidio, y yo también», asegura
Armen. «De niño yo ya sabía de las matanzas, pero en la Unión
Soviética no se podía hablar de esto. Nos decían que fuera de casa era
mejor callar. A partir de 1965 ya se empezó a hablar abiertamente del
genocidio y cada 24 de abril iba con mi madre al monumento. Pienso que
el reconocimiento de las matanzas no borraría el dolor del pasado,
pero sería el primer paso para derretir el hielo».
Shushan Sirouyan. Es armenia de la diáspora argentina. Vivió hasta los
18 años en Buenos Aires, donde fue a una escuela armenia, y en 1986
vino a Ereván para estudiar Filología armenia. Vivió el derrumbamiento
de la Unión Soviética, el terremoto de 1988, las revueltas populares,
la independencia en 1991, la guerra de Nagorno Karabaj... «Todo ha ido
muy rápido, con momentos apasionantes», dice. Y sigue viviendo allí y
confiando en el futuro de Armenia.
«Los abuelos maternos escaparon de pequeños con toda la familia»,
cuenta. «El abuelo materno escapó con los beduinos nómadas; la abuela
materna fue a parar a un orfanato para niños armenios en Líbano. Allí
se encontraron. Tras vivir unos años con los beduinos, mi abuelo llegó
al Líbano y decidió salvar a una de las niñas del orfanato. Eligió a
mi madre, que entonces tenía 15 años. Se casaron y los subieron a un
barco que los desembarcó en Uruguay. Allí empezaron una nueva vida y
tuvieron seis hijos, uno de ellos mi madre. Después fueron a
Argentina, pero nunca olvidaron su Armenia».
«Los abuelos siempre hablaban de cómo les marcó el genocidio
SEnDañade¿. Tuvieron que dejar su país para no volver nunca más. Fue
muy duro. Mi abuelo materno pasó de niño más de una semana escondido
en la panza de un caballo muerto. Al final uno de sus tíos lo vio y lo
ayudó a huir de la matanza. La abuela contaba como degollaron a toda
su familia. Fue horrible».
«Es difícil ser armenio fuera de Armenia», reflexiona sobre su
situación actual, la única de cuatro hermanos que eligió vivir en
Ereván, la tierra de sus antepasados. «Yo me he liberado de este
problema. Mis dos hijos han nacido aquí y no saben ser otra cosa que
armenios. Dejé un país hermoso, Argentina, en el que estaba muy bien,
pero no me arrepiento».
Hovig Stepanian. Nació en Líbano, hijo de la diáspora armenia, y en
1985 vino a estudiar a Ereván, donde se graduó en dirección teatral.
La independencia del país le hizo vibrar y no se plantea marcharse.
«Alguien tiene que quedarse a cerrar la puerta», bromea al constatar
cómo la crisis obliga a emigrar a muchos armenios.
«Mi abuelo huyó a Aleppo y mi madre nació allí; después fueron a
Líbano, que entonces formaba parte de Siria», cuenta. «La hermana del
abuelo fue acogida por beduinos y no hablaba armenio; solo árabe.
Cuando el abuelo la descubrió, ella ya tenía 12 años y había perdido
parte de la vista por la luz cegadora del desierto. Se la llevó con él
al Líbano».
«Mis padres y hermanos, todos excepto yo, emigraron a EEUU», recuerda.
«Hace unos años, cuando cerramos la casa de Líbano, lo recogí todo y
encontré unas fotos antiguas en la que aparecían mis abuelos con otra
gente. A algunos los reconocí, pero a otros no. Mis tíos me aclararon
algunas cosas, pero no todas. Me quedó la intriga».
Hovig Stepanian empezó a investigar hace siete años y aún está en
ello. Poco a poco va reconstruyendo el rastro de su familia,
desperdigada por culpa del genocidio y la diáspora. Algunos fueron a
Siria y a Líbano; otros a Francia, Canadá y EEUU. «Algunos parientes
¿comenta¿ casi no se relacionaban, por lo que me ha costado mucho
reconstruir la historia familiar. Para acabar de complicarlo, uno de
los hermanos se cambió de nombre para poder ir a Francia en 1926. Es
como un puzle familiar. Entre otras, encontré una foto del abuelo en
un barco, que se iba a Francia para ver a su madre y a sus hermanos.
He podido contactar con mis parientes franceses, que viven en Lyón.
Cuando todo encaje, procuraré ir a Turquía para ver el pueblo de donde
huyeron mis abuelos. Será como cerrar el círculo».
«Mi historia no es diferente de la de muchos armenios, con la familia
perdida en distintos países», remata cuando le comentó lo complicado
que resulta su rastreo. «Algunos tenemos alguna pista para poder ir
tirando del hilo, pero muchos ni eso. Esto es lo realmente terrible».
Movses Haneshanyan. Volvemos a Voskehat, el pueblo cercano a Ereván
donde vive Movses, con sus 103 años, y su esposa Iskuhi, de 98. Él
habla con orgullo de su viña. «Durante 40 años trabajé el campo y me
gustaba, pero ahora no me dejan. Y me duele», dice. «Me duele tanto
que a veces sueño que trabajo en la viña».
Su hijo nos prepara un café cuando acaba la entrevista y, mientras lo
tomamos, Movses sigue desgranando recuerdos de su larga vida. Sus ojos
azules se humedecen cuando habla del genocidio, pero se llenan de luz
cuando viene a visitarle su nieta con sus dos bisnietos. «La niña
tiene 2 años y se llama Néctar, como mi madre», dice, con orgullo. «El
niño tiene 4 meses y se llama Narek». Hace una pausa y agrega: «Ellos
son el futuro de Armenia, son la esperanza».
http://www.elperiodico.com/es/noticias/internacional/103-anos-para-contarlo-2407589
From: Emil Lazarian | Ararat NewsPress
3 junio 2013
103 años para contarlo
Domingo, 2 de junio del 2013
XAVIER MORET
Se llama Movses Haneshanyan, tiene 103 años y es el último
superviviente del genocidio armenio. Nació en 1910 en Musa Ler, en la
actual Turquía, y recuerda que cuando tenía 5 años los soldados turcos
reunieron a los armenios del pueblo para obligarles a cavar un canal.
«Iban a caballo y armados, y al que se resistía lo golpeaban sin
piedad», dice con voz clara. «Muchos murieron y otros se refugiaron en
la montaña o por huir por el desierto hacia Siria. La muerte les
esperaba en el camino». El 24 de abril los armenios conmemoran el
horror del genocidio. Ese día de 1915 las autoridades otomanas
arrestaron en Estambul a 235 intelectuales armenios, los líderes de la
comunidad, el prólogo de un horror al que siguió la deportación de dos
millones de armenios que vivían en territorio turco. Les dieron una
semana para que se marcharan por el desierto, sin que pudieran
llevarse nada. Muchos murieron de hambre y de sed, o a manos de los
gendarmes que debían protegerles o de los bandidos que les asaltaban.
La memoria del genocidio, que entre 1915 y 1922 se cobró la vida de
millón y medio de personas, se resume en el recuerdo de Movses
Haneshanyan, el último superviviente, y en otras historias que han ido
pasando de padres a hijos para que no se repita aquel horror.
Movses Haneshanyan. Está sentado en la casa donde vive en Voskehat, en
Armenia, junto a una viña que él mismo ha cuidado durante toda su
vida. Tiene 103 años, pero no los aparenta; se mueve con relativa
agilidad y conserva la cabeza clara. A su lado, su esposa, Iskuhi, de
98 años, asiente mientras él habla. Es del mismo pueblo que Movses.
Las deportaciones forzadas y las matanzas emborronan su recuerdo.
Los armenios que vivían en los seis pueblos cercanos a Musa Ler (Musa
Dagh en turco) recibieron en julio de 1915 una orden de expulsión;
unos 5.000 hombres, mujeres y niños se refugiaron en la montaña, donde
resistieron el asedio turco durante 53 días. Desesperados, colgaron
una gran pancarta en inglés que decía: «Christians in distress.
Rescue» (Cristianos en peligro. Rescate). Al final, un barco francés
acudió a rescatarlos y los trasladó a Egipto. Empezó entonces para
ellos, y para otros muchos armenios, la diáspora, el largo peregrinaje
por el exilio.
«Nosotros no conseguimos subir a la montaña y nos quedamos bloqueados
en el pueblo», recuerda Movses.
«A un grupo lo deportaron al desierto, y a los que no podían andar los
mataban a tiros. Los turcos mataron incluso a mujeres embarazadas».
Mientras caminaban por el desierto, un mercader árabe llamado Aziz,
que conocía al padre de Movses, compró su libertad y se los llevó a él
y a su hijo a trabajar a sus campos. Esto les salvó la vida. «Nos
instalamos después en Ayntchar, Siria, hasta 1947, año en que nos
fuimos a la Armenia soviética. Cuando vinimos, nos dieron trabajo y
esta casa en la que sigo viviendo». Movses todavía se estremece cuando
recuerda el genocidio que le marcó de por vida. «Yo vi el dolor y la
crueldad cara a cara», dice. «Vi como mataban a muchos armenios y los
echaban al río. Fue horroroso». Cada 24 de abril, en el aniversario
del genocidio, miles de armenios desfilan por el monumento
conmemorativo de la capital de Armenia. Depositan flores, vierten
lágrimas y recuerdan a los fallecidos. Algunos vienen de países
lejanos, donde fueron a parar sus abuelos en la diáspora. Una mujer se
paseaba este año con el retrato del periodista armenio-turco Hrant
Dink, asesinado en Estambul en el 2007 por escribir sobre el
genocidio. «La memoria es lo que nos queda», murmura un anciano con un
ramo de flores en la mano.
Hayk Demoyan. «Han pasado 98 años, pero el dolor se ha traspasado de
generación en generación», señala Hayk Demoyan, director del Museo del
Genocidio de Ereván. «Piense que el 70% de los ciudadanos de Armenia
son descendientes de víctimas del genocidio. Y nos indigna que Turquía
continúe negando el genocidio».«Cuando se cumpla el centenario
-prosigue con la mirada puesta en 2015-, tenemos que mirar atrás, pero
también adelante. Puede ser un nuevo escenario para ver qué hemos
hecho hasta ahora y hacia dónde vamos. El centenario no es el fin de
algo, si no más bien el principio».«Un franciscano español, Manuel
Trigo, fue testigo de masacres hace ya muchos años -prosigue-, pero es
una pena que España, y muchos otros países, sigan sin reconocer el
genocidio. Francia sí lo ha hecho. Allí hay muchos armenios y los
políticos han sido muy activos. Pero pienso que el genocidio debería
indignar por igual a todo el mundo». «Aunque han pasado muchos años,
el shock es transgeneracional -añade-, pasa de padres a hijos y todos
los armenios asumimos la memoria del genocidio. Lo tenemos que
superar, pero es muy difícil. Esperamos una petición de perdón de
Turquía que no llega. Ayudaría, sin duda. Sería un buen paso hacia la
reconciliación. Pero no llega».
Armen Vardanyan. Tiene 68 años y vive en Nueva Malatia, un barrio de
Ereván conocido popularmente como Bangladés por lo lejos que queda del
centro. Bloques de pisos del periodo soviético, repetitivos y
degradados, del formato cajas de cerillas amontonadas, calles sin
asfaltar, suciedad acumulada y rincones donde reina el abandono. El
taxista al que abordamos en el centro no conoce el barrio como Nueva
Malatia, pero cuando decimos Bangladés enseguida cae en la cuenta.
Armen Vardanyan es hijo de Mari Vardanyan, una mujer nacida en 1905
que perdió a su padre en el genocidio. Nos dice que ella murió en el
2010, con 105 años, pero que nunca olvidó el horror que vivió de niña.
«Mi madre no quería contar nada, no quería recordar ¿dice con el
retrato de su madre presidiendo la habitación¿. Cada vez que lo hacía
lloraba. Recordaba muy bien a los muertos del genocidio. Mi abuelo
pudo sacar a mi padre hacia Alepo con la ayuda de los caravaneros.
Después de unos años, la abuela, que era del mismo pueblo, también
consiguió sacar a mi madre hacia Aleppo. Allí se conocieron y se
casaron. En 1946, cuando yo tenia un mes, mis padres llegaron a
Armenia».
«Desde 1985 vivo en este barrio, fundado para acoger a los armenios
que huían de las matanzas ¿sigue¿. Es curioso: mis padres fueron a lo
largo de su vida de Malatia a Aleppo, y de Aleppo a Nueva Malatia. Mi
madre solía decir que la Malatia donde nació era un lugar de ensueño
donde vivían 20.000 armenios. El genocidio se cobró la vida de 7.500.
El resto fueron deportados. Fue terrible».
«Mi madre quedó marcada por el genocidio, y yo también», asegura
Armen. «De niño yo ya sabía de las matanzas, pero en la Unión
Soviética no se podía hablar de esto. Nos decían que fuera de casa era
mejor callar. A partir de 1965 ya se empezó a hablar abiertamente del
genocidio y cada 24 de abril iba con mi madre al monumento. Pienso que
el reconocimiento de las matanzas no borraría el dolor del pasado,
pero sería el primer paso para derretir el hielo».
Shushan Sirouyan. Es armenia de la diáspora argentina. Vivió hasta los
18 años en Buenos Aires, donde fue a una escuela armenia, y en 1986
vino a Ereván para estudiar Filología armenia. Vivió el derrumbamiento
de la Unión Soviética, el terremoto de 1988, las revueltas populares,
la independencia en 1991, la guerra de Nagorno Karabaj... «Todo ha ido
muy rápido, con momentos apasionantes», dice. Y sigue viviendo allí y
confiando en el futuro de Armenia.
«Los abuelos maternos escaparon de pequeños con toda la familia»,
cuenta. «El abuelo materno escapó con los beduinos nómadas; la abuela
materna fue a parar a un orfanato para niños armenios en Líbano. Allí
se encontraron. Tras vivir unos años con los beduinos, mi abuelo llegó
al Líbano y decidió salvar a una de las niñas del orfanato. Eligió a
mi madre, que entonces tenía 15 años. Se casaron y los subieron a un
barco que los desembarcó en Uruguay. Allí empezaron una nueva vida y
tuvieron seis hijos, uno de ellos mi madre. Después fueron a
Argentina, pero nunca olvidaron su Armenia».
«Los abuelos siempre hablaban de cómo les marcó el genocidio
SEnDañade¿. Tuvieron que dejar su país para no volver nunca más. Fue
muy duro. Mi abuelo materno pasó de niño más de una semana escondido
en la panza de un caballo muerto. Al final uno de sus tíos lo vio y lo
ayudó a huir de la matanza. La abuela contaba como degollaron a toda
su familia. Fue horrible».
«Es difícil ser armenio fuera de Armenia», reflexiona sobre su
situación actual, la única de cuatro hermanos que eligió vivir en
Ereván, la tierra de sus antepasados. «Yo me he liberado de este
problema. Mis dos hijos han nacido aquí y no saben ser otra cosa que
armenios. Dejé un país hermoso, Argentina, en el que estaba muy bien,
pero no me arrepiento».
Hovig Stepanian. Nació en Líbano, hijo de la diáspora armenia, y en
1985 vino a estudiar a Ereván, donde se graduó en dirección teatral.
La independencia del país le hizo vibrar y no se plantea marcharse.
«Alguien tiene que quedarse a cerrar la puerta», bromea al constatar
cómo la crisis obliga a emigrar a muchos armenios.
«Mi abuelo huyó a Aleppo y mi madre nació allí; después fueron a
Líbano, que entonces formaba parte de Siria», cuenta. «La hermana del
abuelo fue acogida por beduinos y no hablaba armenio; solo árabe.
Cuando el abuelo la descubrió, ella ya tenía 12 años y había perdido
parte de la vista por la luz cegadora del desierto. Se la llevó con él
al Líbano».
«Mis padres y hermanos, todos excepto yo, emigraron a EEUU», recuerda.
«Hace unos años, cuando cerramos la casa de Líbano, lo recogí todo y
encontré unas fotos antiguas en la que aparecían mis abuelos con otra
gente. A algunos los reconocí, pero a otros no. Mis tíos me aclararon
algunas cosas, pero no todas. Me quedó la intriga».
Hovig Stepanian empezó a investigar hace siete años y aún está en
ello. Poco a poco va reconstruyendo el rastro de su familia,
desperdigada por culpa del genocidio y la diáspora. Algunos fueron a
Siria y a Líbano; otros a Francia, Canadá y EEUU. «Algunos parientes
¿comenta¿ casi no se relacionaban, por lo que me ha costado mucho
reconstruir la historia familiar. Para acabar de complicarlo, uno de
los hermanos se cambió de nombre para poder ir a Francia en 1926. Es
como un puzle familiar. Entre otras, encontré una foto del abuelo en
un barco, que se iba a Francia para ver a su madre y a sus hermanos.
He podido contactar con mis parientes franceses, que viven en Lyón.
Cuando todo encaje, procuraré ir a Turquía para ver el pueblo de donde
huyeron mis abuelos. Será como cerrar el círculo».
«Mi historia no es diferente de la de muchos armenios, con la familia
perdida en distintos países», remata cuando le comentó lo complicado
que resulta su rastreo. «Algunos tenemos alguna pista para poder ir
tirando del hilo, pero muchos ni eso. Esto es lo realmente terrible».
Movses Haneshanyan. Volvemos a Voskehat, el pueblo cercano a Ereván
donde vive Movses, con sus 103 años, y su esposa Iskuhi, de 98. Él
habla con orgullo de su viña. «Durante 40 años trabajé el campo y me
gustaba, pero ahora no me dejan. Y me duele», dice. «Me duele tanto
que a veces sueño que trabajo en la viña».
Su hijo nos prepara un café cuando acaba la entrevista y, mientras lo
tomamos, Movses sigue desgranando recuerdos de su larga vida. Sus ojos
azules se humedecen cuando habla del genocidio, pero se llenan de luz
cuando viene a visitarle su nieta con sus dos bisnietos. «La niña
tiene 2 años y se llama Néctar, como mi madre», dice, con orgullo. «El
niño tiene 4 meses y se llama Narek». Hace una pausa y agrega: «Ellos
son el futuro de Armenia, son la esperanza».
http://www.elperiodico.com/es/noticias/internacional/103-anos-para-contarlo-2407589
From: Emil Lazarian | Ararat NewsPress