Announcement

Collapse
No announcement yet.

103 años para contarlo

Collapse
X
 
  • Filter
  • Time
  • Show
Clear All
new posts

  • 103 años para contarlo

    El Periódico de Catalunya
    3 junio 2013

    103 años para contarlo

    Domingo, 2 de junio del 2013

    XAVIER MORET

    Se llama Movses Haneshanyan, tiene 103 años y es el último
    superviviente del genocidio armenio. Nació en 1910 en Musa Ler, en la
    actual Turquía, y recuerda que cuando tenía 5 años los soldados turcos
    reunieron a los armenios del pueblo para obligarles a cavar un canal.
    «Iban a caballo y armados, y al que se resistía lo golpeaban sin
    piedad», dice con voz clara. «Muchos murieron y otros se refugiaron en
    la montaña o por huir por el desierto hacia Siria. La muerte les
    esperaba en el camino». El 24 de abril los armenios conmemoran el
    horror del genocidio. Ese día de 1915 las autoridades otomanas
    arrestaron en Estambul a 235 intelectuales armenios, los líderes de la
    comunidad, el prólogo de un horror al que siguió la deportación de dos
    millones de armenios que vivían en territorio turco. Les dieron una
    semana para que se marcharan por el desierto, sin que pudieran
    llevarse nada. Muchos murieron de hambre y de sed, o a manos de los
    gendarmes que debían protegerles o de los bandidos que les asaltaban.
    La memoria del genocidio, que entre 1915 y 1922 se cobró la vida de
    millón y medio de personas, se resume en el recuerdo de Movses
    Haneshanyan, el último superviviente, y en otras historias que han ido
    pasando de padres a hijos para que no se repita aquel horror.

    Movses Haneshanyan. Está sentado en la casa donde vive en Voskehat, en
    Armenia, junto a una viña que él mismo ha cuidado durante toda su
    vida. Tiene 103 años, pero no los aparenta; se mueve con relativa
    agilidad y conserva la cabeza clara. A su lado, su esposa, Iskuhi, de
    98 años, asiente mientras él habla. Es del mismo pueblo que Movses.
    Las deportaciones forzadas y las matanzas emborronan su recuerdo.

    Los armenios que vivían en los seis pueblos cercanos a Musa Ler (Musa
    Dagh en turco) recibieron en julio de 1915 una orden de expulsión;
    unos 5.000 hombres, mujeres y niños se refugiaron en la montaña, donde
    resistieron el asedio turco durante 53 días. Desesperados, colgaron
    una gran pancarta en inglés que decía: «Christians in distress.
    Rescue» (Cristianos en peligro. Rescate). Al final, un barco francés
    acudió a rescatarlos y los trasladó a Egipto. Empezó entonces para
    ellos, y para otros muchos armenios, la diáspora, el largo peregrinaje
    por el exilio.

    «Nosotros no conseguimos subir a la montaña y nos quedamos bloqueados
    en el pueblo», recuerda Movses.

    «A un grupo lo deportaron al desierto, y a los que no podían andar los
    mataban a tiros. Los turcos mataron incluso a mujeres embarazadas».
    Mientras caminaban por el desierto, un mercader árabe llamado Aziz,
    que conocía al padre de Movses, compró su libertad y se los llevó a él
    y a su hijo a trabajar a sus campos. Esto les salvó la vida. «Nos
    instalamos después en Ayntchar, Siria, hasta 1947, año en que nos
    fuimos a la Armenia soviética. Cuando vinimos, nos dieron trabajo y
    esta casa en la que sigo viviendo». Movses todavía se estremece cuando
    recuerda el genocidio que le marcó de por vida. «Yo vi el dolor y la
    crueldad cara a cara», dice. «Vi como mataban a muchos armenios y los
    echaban al río. Fue horroroso». Cada 24 de abril, en el aniversario
    del genocidio, miles de armenios desfilan por el monumento
    conmemorativo de la capital de Armenia. Depositan flores, vierten
    lágrimas y recuerdan a los fallecidos. Algunos vienen de países
    lejanos, donde fueron a parar sus abuelos en la diáspora. Una mujer se
    paseaba este año con el retrato del periodista armenio-turco Hrant
    Dink, asesinado en Estambul en el 2007 por escribir sobre el
    genocidio. «La memoria es lo que nos queda», murmura un anciano con un
    ramo de flores en la mano.



    Hayk Demoyan. «Han pasado 98 años, pero el dolor se ha traspasado de
    generación en generación», señala Hayk Demoyan, director del Museo del
    Genocidio de Ereván. «Piense que el 70% de los ciudadanos de Armenia
    son descendientes de víctimas del genocidio. Y nos indigna que Turquía
    continúe negando el genocidio».«Cuando se cumpla el centenario
    -prosigue con la mirada puesta en 2015-, tenemos que mirar atrás, pero
    también adelante. Puede ser un nuevo escenario para ver qué hemos
    hecho hasta ahora y hacia dónde vamos. El centenario no es el fin de
    algo, si no más bien el principio».«Un franciscano español, Manuel
    Trigo, fue testigo de masacres hace ya muchos años -prosigue-, pero es
    una pena que España, y muchos otros países, sigan sin reconocer el
    genocidio. Francia sí lo ha hecho. Allí hay muchos armenios y los
    políticos han sido muy activos. Pero pienso que el genocidio debería
    indignar por igual a todo el mundo». «Aunque han pasado muchos años,
    el shock es transgeneracional -añade-, pasa de padres a hijos y todos
    los armenios asumimos la memoria del genocidio. Lo tenemos que
    superar, pero es muy difícil. Esperamos una petición de perdón de
    Turquía que no llega. Ayudaría, sin duda. Sería un buen paso hacia la
    reconciliación. Pero no llega».





    Armen Vardanyan. Tiene 68 años y vive en Nueva Malatia, un barrio de
    Ereván conocido popularmente como Bangladés por lo lejos que queda del
    centro. Bloques de pisos del periodo soviético, repetitivos y
    degradados, del formato cajas de cerillas amontonadas, calles sin
    asfaltar, suciedad acumulada y rincones donde reina el abandono. El
    taxista al que abordamos en el centro no conoce el barrio como Nueva
    Malatia, pero cuando decimos Bangladés enseguida cae en la cuenta.

    Armen Vardanyan es hijo de Mari Vardanyan, una mujer nacida en 1905
    que perdió a su padre en el genocidio. Nos dice que ella murió en el
    2010, con 105 años, pero que nunca olvidó el horror que vivió de niña.

    «Mi madre no quería contar nada, no quería recordar ¿dice con el
    retrato de su madre presidiendo la habitación¿. Cada vez que lo hacía
    lloraba. Recordaba muy bien a los muertos del genocidio. Mi abuelo
    pudo sacar a mi padre hacia Alepo con la ayuda de los caravaneros.
    Después de unos años, la abuela, que era del mismo pueblo, también
    consiguió sacar a mi madre hacia Aleppo. Allí se conocieron y se
    casaron. En 1946, cuando yo tenia un mes, mis padres llegaron a
    Armenia».

    «Desde 1985 vivo en este barrio, fundado para acoger a los armenios
    que huían de las matanzas ¿sigue¿. Es curioso: mis padres fueron a lo
    largo de su vida de Malatia a Aleppo, y de Aleppo a Nueva Malatia. Mi
    madre solía decir que la Malatia donde nació era un lugar de ensueño
    donde vivían 20.000 armenios. El genocidio se cobró la vida de 7.500.
    El resto fueron deportados. Fue terrible».

    «Mi madre quedó marcada por el genocidio, y yo también», asegura
    Armen. «De niño yo ya sabía de las matanzas, pero en la Unión
    Soviética no se podía hablar de esto. Nos decían que fuera de casa era
    mejor callar. A partir de 1965 ya se empezó a hablar abiertamente del
    genocidio y cada 24 de abril iba con mi madre al monumento. Pienso que
    el reconocimiento de las matanzas no borraría el dolor del pasado,
    pero sería el primer paso para derretir el hielo».

    Shushan Sirouyan. Es armenia de la diáspora argentina. Vivió hasta los
    18 años en Buenos Aires, donde fue a una escuela armenia, y en 1986
    vino a Ereván para estudiar Filología armenia. Vivió el derrumbamiento
    de la Unión Soviética, el terremoto de 1988, las revueltas populares,
    la independencia en 1991, la guerra de Nagorno Karabaj... «Todo ha ido
    muy rápido, con momentos apasionantes», dice. Y sigue viviendo allí y
    confiando en el futuro de Armenia.

    «Los abuelos maternos escaparon de pequeños con toda la familia»,
    cuenta. «El abuelo materno escapó con los beduinos nómadas; la abuela
    materna fue a parar a un orfanato para niños armenios en Líbano. Allí
    se encontraron. Tras vivir unos años con los beduinos, mi abuelo llegó
    al Líbano y decidió salvar a una de las niñas del orfanato. Eligió a
    mi madre, que entonces tenía 15 años. Se casaron y los subieron a un
    barco que los desembarcó en Uruguay. Allí empezaron una nueva vida y
    tuvieron seis hijos, uno de ellos mi madre. Después fueron a
    Argentina, pero nunca olvidaron su Armenia».

    «Los abuelos siempre hablaban de cómo les marcó el genocidio
    SEnDañade¿. Tuvieron que dejar su país para no volver nunca más. Fue
    muy duro. Mi abuelo materno pasó de niño más de una semana escondido
    en la panza de un caballo muerto. Al final uno de sus tíos lo vio y lo
    ayudó a huir de la matanza. La abuela contaba como degollaron a toda
    su familia. Fue horrible».

    «Es difícil ser armenio fuera de Armenia», reflexiona sobre su
    situación actual, la única de cuatro hermanos que eligió vivir en
    Ereván, la tierra de sus antepasados. «Yo me he liberado de este
    problema. Mis dos hijos han nacido aquí y no saben ser otra cosa que
    armenios. Dejé un país hermoso, Argentina, en el que estaba muy bien,
    pero no me arrepiento».

    Hovig Stepanian. Nació en Líbano, hijo de la diáspora armenia, y en
    1985 vino a estudiar a Ereván, donde se graduó en dirección teatral.
    La independencia del país le hizo vibrar y no se plantea marcharse.
    «Alguien tiene que quedarse a cerrar la puerta», bromea al constatar
    cómo la crisis obliga a emigrar a muchos armenios.

    «Mi abuelo huyó a Aleppo y mi madre nació allí; después fueron a
    Líbano, que entonces formaba parte de Siria», cuenta. «La hermana del
    abuelo fue acogida por beduinos y no hablaba armenio; solo árabe.
    Cuando el abuelo la descubrió, ella ya tenía 12 años y había perdido
    parte de la vista por la luz cegadora del desierto. Se la llevó con él
    al Líbano».

    «Mis padres y hermanos, todos excepto yo, emigraron a EEUU», recuerda.
    «Hace unos años, cuando cerramos la casa de Líbano, lo recogí todo y
    encontré unas fotos antiguas en la que aparecían mis abuelos con otra
    gente. A algunos los reconocí, pero a otros no. Mis tíos me aclararon
    algunas cosas, pero no todas. Me quedó la intriga».

    Hovig Stepanian empezó a investigar hace siete años y aún está en
    ello. Poco a poco va reconstruyendo el rastro de su familia,
    desperdigada por culpa del genocidio y la diáspora. Algunos fueron a
    Siria y a Líbano; otros a Francia, Canadá y EEUU. «Algunos parientes
    ¿comenta¿ casi no se relacionaban, por lo que me ha costado mucho
    reconstruir la historia familiar. Para acabar de complicarlo, uno de
    los hermanos se cambió de nombre para poder ir a Francia en 1926. Es
    como un puzle familiar. Entre otras, encontré una foto del abuelo en
    un barco, que se iba a Francia para ver a su madre y a sus hermanos.
    He podido contactar con mis parientes franceses, que viven en Lyón.
    Cuando todo encaje, procuraré ir a Turquía para ver el pueblo de donde
    huyeron mis abuelos. Será como cerrar el círculo».

    «Mi historia no es diferente de la de muchos armenios, con la familia
    perdida en distintos países», remata cuando le comentó lo complicado
    que resulta su rastreo. «Algunos tenemos alguna pista para poder ir
    tirando del hilo, pero muchos ni eso. Esto es lo realmente terrible».

    Movses Haneshanyan. Volvemos a Voskehat, el pueblo cercano a Ereván
    donde vive Movses, con sus 103 años, y su esposa Iskuhi, de 98. Él
    habla con orgullo de su viña. «Durante 40 años trabajé el campo y me
    gustaba, pero ahora no me dejan. Y me duele», dice. «Me duele tanto
    que a veces sueño que trabajo en la viña».

    Su hijo nos prepara un café cuando acaba la entrevista y, mientras lo
    tomamos, Movses sigue desgranando recuerdos de su larga vida. Sus ojos
    azules se humedecen cuando habla del genocidio, pero se llenan de luz
    cuando viene a visitarle su nieta con sus dos bisnietos. «La niña
    tiene 2 años y se llama Néctar, como mi madre», dice, con orgullo. «El
    niño tiene 4 meses y se llama Narek». Hace una pausa y agrega: «Ellos
    son el futuro de Armenia, son la esperanza».

    http://www.elperiodico.com/es/noticias/internacional/103-anos-para-contarlo-2407589



    From: Emil Lazarian | Ararat NewsPress
Working...
X